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Proteger la naturaleza es proteger nuestra salud

Foto. Maksim Shutov CCBY Unsplash
Foto. Maksim Shutov CCBY Unsplash

La conservación del medio natural tiene una relación muy directa y fundamental con la epidemia actual de la COVID19 y con el riesgo de que esta situación sea mucho más frecuente en tiempos venideros. El ecólogo Carlos Castell nos desgrana el porqué.

Foto: Nicola Picard CCBY Unsplash
Foto: Nicola Picard CCBY Unsplash

Carles Castell, doctor en ecología y experto en conservación de espacios naturales.

Estos días, más allá de las noticias sanitarias sobre la evolución de la pandemia de coronavirus, aparecen también numerosos artículos y reflexiones provenientes de las áreas de conocimiento más diversas. Se analizan las derivadas presentes y futuras de esta profunda crisis global desde los campos de la economía, la sociología, la filosofía o la cultura, por poner sólo algunos ejemplos, planteando escenarios y retos para la humanidad.

Sin embargo, han surgido pocas aportaciones desde las disciplinas ambientales, y más concretamente desde la conservación del medio natural, a pesar de que tiene una relación muy directa y fundamental con la epidemia actual y con el riesgo de que esta situación sea mucho más frecuente en tiempos venideros.

Hace ya muchos años que numerosos científicos han puesto de manifiesto cómo el impacto de la actividad humana insostenible sobre los sistemas naturales provoca la degradación de los hábitats y la pérdida de biodiversidad. El último informe presentado por los expertos en París el año pasado habla de un millón de especies en riesgo de extinción en todo el planeta. Más allá de consideraciones éticas sobre la aniquilación del patrimonio natural común, últimamente ha tomado mucha relevancia una visión complementaria, más antropocéntrica, basada en los servicios que nos ofrecen los ecosistemas, es decir, la contribución de la naturaleza a nuestra salud y bienestar.

Pirineus. Foto: Michael Liao CCBY Unsplash
Pirineos. Foto: Michael Liao CCBY Unsplash

Ya no estamos hablando sólo de un posicionamiento moral o estético sobre la importancia de conservar una determinada especie o proceso ecológico, sino de reconocer que de todo ello depende nuestro bienestar y nuestra calidad de vida. La naturaleza nos provee de alimentos, agua, combustible y medicamentos; regula el clima, protege la fertilidad del sol, reduce la erosión y evita eventos extremos catastróficos; y ofrece entornos para el ocio, el deporte, la educación, el arte o la espiritualidad. En una sociedad cada vez más concentrada en grandes ciudades, el sedentarismo y la pérdida de contacto habitual con la naturaleza son factores directamente relacionados con numerosas enfermedades y trastornos físicos y mentales, tales como la obesidad, la diabetes, la hipertensión o la depresión.

Ya no estamos hablando sólo de un posicionamiento moral o estético sobre la importancia de conservar una determinada especie o proceso ecológico, sino de reconocer que de todo ello depende nuestro bienestar y nuestra calidad de vida.

Varios estudios desarrollados en Europa muestran como una caminata vigorosa diaria de media hora en un entorno natural puede reducir el riesgo de ataque al corazón y de accidente coronario un 20-30%, el de diabetes un 30-40%, el de fracturas de cadera un 35-70%, el de determinados tipos de cáncer un 20-30% y el de depresión y demencia un 30%. Otros trabajos recientes afirman que la «dosis de naturaleza» necesaria para contribuir a una buena salud física y mental está en torno a las dos horas semanales. En este contexto, los sistemas naturales juegan también un papel clave en la aparición y la expansión de epidemias que afectan a la especie humana.

En el magnífico artículo de divulgación The Ecology of Disease, aparecido en The New York Times en julio de 2012, Jim Robbins recopilaba y analizaba las principales líneas de investigación en ese momento sobre las epidemias, y su relación con la degradación de los hábitats naturales. Los modelos ya indicaban como la mayoría de epidemias (SIDA, Ebola, SARS) no suceden «simplemente», sino que son en buena parte el resultado de nuestro impacto sobre la naturaleza.

Portada del artículo en el New York Times el 2012
Portada de l’article al New York Times el 2012

Los datos mostraban como el 60% de las epidemias emergentes tienen su origen en especies animales y dos terceras partes de estas en la fauna salvaje. Los cambios que provocamos en sus hábitats (y de manera extrema su destrucción) ocasionan cambios en la biología de las especies de fauna -su alimentación, comportamiento, reproducción, mortalidad-, que puede tener repercusiones importantes en las poblaciones humanas. Por ello, los científicos hablan de «la ecología de las enfermedades» y se han puesto en marcha proyectos con una visión global de la salud (Ecohealth), que parten de la base de que la salud de las personas está totalmente vinculada a la salud de los ecosistemas y a la salud del conjunto del planeta.

Los científicos hablan de "la ecología de las enfermedades" y se han puesto en marcha proyectos con una visión global de la salud (Ecohealth).

Existen numerosas evidencias científicas que demuestran estas relaciones. Uno de los grupos de fauna más estudiados, por su importancia, es el de los murciélagos -en especial los que se alimentan de frutos-. Este grupo ha coevolucionado durante millones de años con un tipo de virus, los henipavirus, que provocan en estos animales poco más que el equivalente a un resfriado. Sin embargo, si estos virus pasan a los humanos resultan letales en muchos casos.

Foto. Maksim Shutov CCBY Unsplash
Foto. Maksim Shutov CCBY Unsplash

Es lo que sucedió con el virus Nipah en Malasia y el virus Hendra en Australia a finales del siglo pasado, con cientos de muertos. En ambos casos, el origen fue la destrucción del hábitat de los murciélagos, que interaccionaron con su nuevo entorno: las granjas de cerdos, en el caso de Malasia, y con las nuevas urbanizaciones, en Australia. Y de manera similar, tantos otros ejemplos. Como el estudio que demostraba que la deforestación de sólo un 4% en la Amazonia había causado un incremento de la malaria de un 60%. En los ocho años transcurridos desde la aparición del artículo del The New York Times, los trabajos científicos han seguido confirmando y ampliando el conocimiento y la relevancia de esta directa y preocupante causalidad.

Hoy, muchos expertos señalan que todas las enfermedades emergentes los últimos decenios provienen de la combinación de la intrusión humana en ambientes naturales con los cambios demográficos y económicos. Los patógenos causantes de estas enfermedades, y sus posteriores mutaciones, provienen de la fauna salvaje y llegan a las personas a través de las intensas transformaciones que producimos en el medio natural. La globalización y las grandes aglomeraciones urbanas hacen el resto.

Amazones. Foto: Nathalia Segato CCBY Unsplash
Amazones. Foto: Nathalia Segato CCBY Unsplash

Se ha dicho que destruir la naturaleza es como abrir la caja de Pandora. Por el contrario, los sistemas naturales bien conservados son la garantía del mantenimiento de los frágiles equilibrios que, cuando se rompen, provocan pandemias como la actual. Desafortunadamente, si no cambiamos radicalmente nuestro modelo de aprovechamiento de los recursos naturales, serán cada vez más habituales.

Se ha dicho que destruir la naturaleza es como abrir la caja de Pandora. 

Una vez pasada la emergencia sanitaria actual, será el momento de plantear profundos cambios de modelo. En todos los ámbitos. También en el de nuestra relación con la naturaleza. Habrá que proteger, conservar, restaurar y gestionar de manera racional los sistemas naturales. Esto pasa lógicamente por un cambio de paradigma social, económico y político, en la misma línea de iniciativas basadas en la economía del bien común y la justicia social, entre otras. Ojalá este periodo de ralentización del ritmo de nuestras vidas nos sirva para replantear también nuestras prioridades. Como individuos y como especie. Nos jugamos la felicidad actual y la supervivencia futura.

 

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